sábado, 18 de julio de 2009

Se acabo la playa. Por ahora

Existen en este puñetero mundo personas que les molesta que le hables del pasado, y como algunos se consideran intelectuales, curiosamente estan hablando de historia continuamente. Claro la que le interesa, ellos ven bien, o las que recomienda algún mecenas.

O sea, que depende quien le hable del pasado.

Así es la vida.

Hay veces que nos debemos reservar del mundanal ruido, y pasar olímpicamente de lugares que molesten las anécdotas, los hechos, y proyectos del pasado reciente: porque hay quien opta por ser un referente en algunos lugares.

Por eso se me ocurrió incluir este artículo tan curioso

El olvido crucificado

Todos somos memoria. Nuestra identidad está hecha de lo que arrastramos y de lo que construimos. Necesitamos mirarnos en el pasado para saber quiénes somos y para no desfallecer en la difícil aventura de crecer en libertad. También las ciudades y los países son memoria. Esta se encuentra bajo los adoquines, en las bibliotecas, en el mismo aire que respiramos. Huir de ella es imposible y hasta suicida porque es una manera de renunciar a que una parte de los órganos vitales, de nosotros y de la sociedad en la que vivimos, siga en movimiento.


Nuestro país ha cometido el gran error de sobrevivir los últimos 30 años renunciando a la memoria. Fue una de las consecuencias de un pacto que obligó a muchas renuncias. Un mitificado y patriarcal consenso, en el que las mujeres no tuvieron apenas voz y que dejó abiertas muchas heridas y olvidadas otras tantas responsabilidades. Un acuerdo que con el tiempo se ha mitificado en los libros de texto y que ahora recordamos en primetime con el sabor empalagoso y falso del Cuéntame pagado por los poderes públicos.


No cabe duda de que la Iglesia Católica fue una de las grandes beneficiadas del consenso. No solo se garantizó el olvido de su complicidad con un régimen represor y con millones de muertos, sino que incluso se le otorgó un espacio privilegiado en la Constitución a cuyo amparo hemos prorrogado hasta nuestros días una confesionalidad del Estado encubierta. Ni siquiera los partidos de izquierdas, que entre otros muchos sueños renunciaron al republicano y comulgaron con un rey que había jurado las Leyes fundamentales de Franco, han tenido la valentía de denunciar unos acuerdos con la Santa Sede claramente inconstitucionales. Al contrario, siguen siendo cómplices de los púlpitos y alientan la presencia abrumadora de la simbología católica en lo público, los privilegios financieros o la permanente injerencia de los jerarcas en el sistema educativo. Todo ello con la ayuda inestimable de una derecha que aún no ha sido capaz de soltar los lastres del franquismo.


Nuestros representantes aún no han entendido que solo en un Estado laico pueden protegerse adecuadamente los tres valores esenciales de una democracia: la libertad de conciencia, la igualdad y el pluralismo. Y que el laicismo no pretende la persecución de las creencias sino que su fin es una más justa articulación del espacio público, el cual solo debería responder a los principios de una ética mínima compartida por todos, capaz de garantizar a su vez la convivencia pacífica de las diversas cosmovisiones de la ciudadanía.


Por todo ello, ahora que la Constitución ha entrado en esa madurez que debería exigir un mayor rigor democrático, no estaría mal revisar el lugar de las religiones en nuestra vida pública al tiempo que profundizamos en la educación de una ciudadanía cada día más anestesiada por profetas que le prometen el paraíso. Un objetivo en el que deberían comprometerse especialmente los partidos que defienden el valor de lo público y la energía transformadora de la igualdad. Cumplidos los 30 años de democracia, ya es hora de que los crucifijos vuelvan a las habitaciones de quienes deseen rezarles, de que las catequesis retornen a las parroquias, a las mezquitas o a las sinagogas, de que los ciudadanos financiemos los clubes privados a los que queramos pertenecer y de que el discurso público se construya sobre los valores de una ética cívica. Todo ello acompañado del debido ejercicio de memoria que nos hurtaron en el 78 y de la urgente denuncia de un olvido selectivo que beatifica a unos muertos e invisibiliza a otros. Algo que debería revisar la jerarquía de una Iglesia construida sobre la memoria de un hombre al que crucificaron por hablar de amor y libertad.

Octavio Salazar


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